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San Juan de Ávila: Teología sobre el sacerdocio de Cristo

By 7 octubre, 2020No Comments

En el marco de la I Jornada Jornada Avilista, “El Maestro de Santos. San Juan de Ávila”,  el sacerdote Carlos Gallardo ha pronunciado la conferencia “San Juan de Ávila: teología sobre el sacerdocio de Cristo” como idea más fecunda en toda la espiritualidad avilista. El director espiritual del Seminario “San Pelagio” ha compartido escritos Avilistas acerca del ministerio sacerdotal en la ponencia que sigue.

 

San Juan de Ávila: Teología sobre el sacerdocio de Cristo

Cristo sacerdote es ciertamente la idea más fecunda en toda la espiritualidad avilista[1]. Por eso puede resultarnos complejo en este contexto entrar a fondo en su teología acerca de Cristo sacerdote y al mismo tiempo en la reflexión teológico-espiritual y pastoral que el santo realiza acerca del ministerio ordenado. Por ello, nuestra intención es presentar sucintamente como el santo entiende a Cristo sacerdote para luego penetrando fundamentalmente en el Tratado sobre el sacerdocio destacar al sacerdote como hombre de oración, hombre de Eucaristía y hombre predicador.

Cristo sacerdote

Leyendo los escritos avilistas sentimos el palpitar del Corazón sacerdotal de Cristo. Principalmente el Tratado del amor de Dios y el Tratado sobre el sacerdocio recogen en esencia el pensamiento del santo maestro acerca de Cristo sacerdote, y como consecuencia del sacerdocio ministerial.

Toda la realidad del misterio del sacerdocio de Cristo brota precisamente de su mismo amor interior. La introducción del Tratado del amor de Dios que nos presenta las obras completas en su última edición de la B.A.C. así mismo lo expresa:

«Por todos lados rezuma idea sacerdotal, compaginando el amor interior de Cristo con el ejercicio de su sacerdocio, que se presenta como un desposorio con la Iglesia. Así entendemos su ansia de reforma de esa Iglesia, que deja plasmada en los Memoriales a Trento y a Toledo, y sus no menores deseos de reforma sacerdotal, de ese estado que él pide que se tome «con los fines para que le instituyó el sumo sacerdote Cristo». Sacerdocio e Iglesia unidos a ese amor entrañable a Cristo que le hace exclamar como en viva respuesta de su propia vida: «¡Oh cruz!, hazme lugar, y véame yo recibido mi cuerpo por ti y deja el de mi Señor». A grande amor de Cristo, grande también el del santo y humilde sacerdote»[2].

Este amor del corazón de Cristo al Padre y a los hombres es el que le hace ponerse ante el Padre como intercesor y junto al hombre como hermano. Busca salvar a la humanidad de los enemigos, siendo el principal enemigo el pecado. Es sacerdote porque es mediador, es sacerdote porque es ungido. Pero la unción de Cristo es una unción especial, distinta a la de los sacerdotes de la antigua alianza, pues su sacerdocio es radicalmente nuevo.

En un sermón del tiempo de adviento el santo doctor nos presenta al ungido de Dios, a Cristo el Señor como sacerdote del amor: «Sacerdote es, porque en cuanto hombre, está delante del Padre rogando por nosotros, y de esto hablaremos en el sermón. Ungido viene no con aceite, sino con sangre y si ungido, no viene bravo ni recio, sino blando y manso»[3].

Amor y sacrificio se unen en el corazón sacerdotal de Cristo. Su mirada sobre nosotros es una mirada de amor. No se aleja de los hombres precisamente porque se ha hecho hombre, ha sido ungido en la Encarnación con este óleo del sacrificio. Es auténtico pontífice compadeciéndose de nuestras debilidades y miserias. Busca ayudarnos y proveernos porque le afecta nuestra propia vida. El amor le lleva a la entrega y así es verdadero sacerdote. El santo lo expresa en el Sermón 9 con estas hermosas palabras:

«Es tan grande el amor que en su corazón nos tiene, que nunca jamás se olvida de nosotros, ni quita sus benditos ojos de nuestras necesidades, flaquezas y miserias para remediarlas, ni quita su favor y mano para en ellas ayudarnos y proveernos, como verdadero pontífice que verdaderamente se compadece de nuestras flaquezas, como San Pablo dice»[4].

Precisamente san Juan de Ávila entiende que todo es cuestión de miradas. Mirada del Padre al Hijo, del Hijo al Padre y la mirada que juntos realizan hacia la humanidad. No entiende san Juan de Ávila al Hijo contra el Padre como en alguna ocasión se ha querido presentar, sino más bien al contrario. El sacerdocio de Cristo nos hace comprender mejor este misterio de la Redención que es un misterio trinitario, realizado por voluntad del Padre en el Hijo por la acción del Espíritu Santo. Todo es cuestión de amor, un amor que se hace palpable en las miradas “cómplices” entre el Padre y el Hijo. Y quien entra en esta dinámica de miradas, experimenta la Redención, la salud:

«Tú nos amas, buen Jesús, porque tu Padre te lo mandó, y tu Padre nos perdona porque tú se lo suplicas. De mirar tú su corazón y voluntad, resulta me ames a mí, porque así lo pide tu obediencia; y de mirar El tus pasiones y heridas, procede mi remedio y salud, porque ansí lo piden tus méritos. ¡Miraos siempre, Padre y Hijo; miraos siempre sin cesar, ¡porque ansí se obre mi salud!»[5].

Otra intuición teológica propia de la espiritualidad avilista acerca del sacerdocio de Cristo es precisamente las nupcias del Cordero[6] con el alma. El lenguaje esponsal está muy presente en la reflexión avilina ya que el maestro entiende el misterio de la Encarnación, por tanto, el sacerdocio de Cristo, como un desposorio a un doble nivel: por una parte del Verbo divino con la humanidad y también el desposorio del Verbo encarnado con su Iglesia[7]. Y precisamente este desposorio lleva consigo la transformación de la esposa por el amor crucificado del Esposo, por ello “amada en el Amado transformada”[8].

Encontramos expresado este desposorio de Cristo con el alma, a la que busca purificar y salvar, en el Sermón 6 donde en contexto de matrimonio, el santo muestra la gran obra de la salvación llevada a cabo por Cristo sacerdote:

«Señor, ¿no había mandado Dios en la ley que el sacerdote no se casase sino con doncella virgen? Pues ¿cómo pasa esto, que el sacerdote nuestro se casa con una exenta por pecado? El ánima que está en pecad o y persevera, n o la recibirá Cristo por esposa; pero si cercena los cabellos y se corta las uñas (Dt 21,12), recibirla ha de buena voluntad, que quiere decir, si raéis vuestras malas obras, quitando lo malo, que es significado por lo que sobra de las uñas, y los pensamientos, por lo que los cabellos, cortándolos como cosa superflua y que no aprovecha, y lloráis vuestros pecados y tomáis propósito de no ofender más a Dios, restituiros heis para ser esposa de Dios»[9].

Todo este misterio del sacerdocio de Cristo se hace vivo y presente en la Iglesia. Cristo sigue actuando en el mundo como sacerdote por su Iglesia. Todos los bautizados participamos del sacerdocio de Cristo, para poder ofrecernos como “victima viva para alabanza de su Gloria”. Pero “ha escogido a hombres de este pueblo para que por la imposición de las manos participen de su sagrada misión”. El nos ha entregado, en palabras de Ávila, el “palio de su carne en memoria de su amor”; Cristo ha puesto su carne y por tanto su misión de mediador entre el Padre y los hombres, en las manos y el corazón de los sacerdotes ordenados. Por medio de este ministerio se hace presente su amor y entrega de pastor y permanece como amigo para toda la eternidad:

«No pienses que, porque se subió a los cielos, te tiene olvidado, pues no se puede compadecer en uno amor y olvido. La mejor prenda que tenía te dejó cuando subió allá (cf. 2 Re 2,13), que fue el palio de su carne preciosa en memoria de su amor. Mira que no solamente viviendo padeció por ti, mas aun después de muerto recibió la mayor de sus heridas, que fue la lanzada cruel (cf. Jn 19,34); porque sepas que en vida y en muerte te es amigo verdadero y para que entiendas por aquí que, cuando dijo al tiempo del expirar: Acabado es Jn 19,30), aunque acabaron sus dolores, no acabó su amor. Dice San Pablo: Jesucristo ayer fue, y hoy es también, y será en todos bs siglos (Heb 13,8); porque cual fue en este siglo, mientras vivió, para los que le querían, tal es agora, y será siempre, para todos los que le buscaren»[10].

Desde esta perspectiva pasamos ahora a la reflexión que el santo realiza acerca del ministerio ordenado. Pero lo hace unido al deseo de reforma de la Iglesia, pues san Juan de Ávila entiende a la Iglesia como esposa de Cristo sacerdote y por tanto esposa de todo sacerdote que le hace presente en su ser, vivir y actuar.

Escritos avilistas acerca del sacerdocio ministerial

El Maestro Ávila tiene un conjunto amplio de escritos por lo que es, sobre todo, un predicador que siente un gran sufrimiento por el estado en que se encuentra la Iglesia. Su predicación se refiere a toda la doctrina cristiana y va dirigida a todos los miembros de la Iglesia, grandes y pequeños.

Está convencido de que la reforma de la Iglesia, a la que él ha dedicado todos sus esfuerzos, no será posible si no se reforma el clero: obispos y sacerdotes. Por eso un buen número de sus escritos está dedicado a este tema. Los escritos propiamente sacerdotales extraídos de toda su obra se pueden agrupar así:

  • El conjunto de sermones, homilías, charlas y pláticas que directamente tocan el tema sacerdotal, o fueron dadas a los sacerdotes.
  • El grupo que forma el Tratado sobre el Sacerdocio y el Tratado del Amor de Dios.
  • Un grupo numeroso de cartas de contenido sacerdotal en cuanto a temas, doctrina, consejos, bien porque fueron dirigidas a sacerdotes, o porque de ellos trata en las escritas a superiores, obispos, e incluso a seglares.
  • Los tres tratados de reforma: los dos de Trento y el que posteriormente enviara a Toledo”[11].

De todos los escritos haremos una sencilla reflexión acerca del Tratado sobre el sacerdocio, ya que la doctrina acerca del sacerdocio ministerial expuesta en los demás escritos es una acomodación brotada de este. Finalmente aterrizaremos a modo de contemplación y reflexión orante en la consideración avilista del sacerdote como hombre de oración, hombre de Eucaristía y hombre predicador.

TRATADO SOBRE EL SACERDOCIO

Se dice de este tratado que “es un resumen perfecto de la teología bíblico-patrística sobre el sacerdocio, no solo por la cantidad de citas que, tanto de la Escritura como de los Santos Padres, hemos encontrado, sino por el encadenamiento y uso que hace de ellas, por el desarrollo y hondura con que las trata e interpreta, y por la espontaneidad que manifiesta al comentar muchas veces los sentimientos que tales pasajes le han hecho vivir”[12].

Comienza el Tratado fundamentando la razón de ser del sacerdote ministro[13]. Deja claro que el sacerdocio es un don de Dios, “el más grande de cuantos obra Dios en la Iglesia por medio de los hombres”[14], que debe ser conocido profundamente para ser agradecido debidamente:

“Conviene mucho conocer esta merced, para agradecerla al Señor y también para usar bien de ella; lo cual, como San Ambrosio dice, no se puede hacer si primero no es conocida. Más, ¿quién tendrá vista tan aguileña que pueda fijarla en el abismo de la lumbre de Dios, de cuyo corazón tal obra procede? ¿Tan llena de maravillas manifestadora de tan inefable saber, inmenso poder, infinita bondad, que esta obra por excelencia se llama gloria de Dios, como el glorioso San Ignacio la llama?”[15].

Afirma con toda claridad que los sacerdotes son más poderosos que los demás hombres ya que ellos tienen poder sobre las almas cerrándoles o abriéndoles el cielo y, aún más, poder sobre el mismo Dios para traerlo al altar y a sus manos[16] . Incluso los ángeles del cielo reconocen que los sacerdotes los aventajan:

“…pues los ángeles del cielo, aunque sean los mas altos serafines, reconocen esta ventaja a los hombres de la tierra ordenados sacerdotes; y confiesen que ellos…no tiene poder para consagrar a Dios como el pobre sacerdote lo tiene”[17].

Y con este deseo de manifestar la grandeza del sacerdocio, San Juan de Ávila lo compara con la mismísima Virgen María afirmando:

“No resta sino que lo cotejemos con la Virgen bendita, Madre de aqueste Señor, que esta colocada en mayor alteza que los ángeles y hombres; y hallaremos que, aunque en algunas cosas la Virgen le exceda, en otras se igualan, y en otras ellos exceden a ella. ¿Quién aquí no se saldrá de sí, pues este beneficio es mayor que quepa en entendimiento de hombre? La bendita Virgen María dio al Verbo de Dios el ser hombre, engendrándole de su purísima sangre, siendo hecha verdadera y natural Madre de Él; y en esto ninguno le fue igual, ni es ni será…Mas esta ventaja lleva el sacerdote a la Virgen sagrada: que ella una vez sola le dio el ser humano, y él cada día haciendo lo que debe para bien consagrar. Ella (engendró) a Cristo pasible, mortal y que venía a vivir en pobreza, humildad y desprecio; y ellos consagran a Cristo glorioso, resplandeciente, inmortal,…”[18].

Veamos ahora las características que el santo doctor destaca del sacerdote.

El sacerdote: Hombre de oración

“Hombre de oración”, es una de las características esenciales que San Juan de Ávila subraya, y de qué forma, en el sacerdote. En los números 5 al 11 del Tratado sobre el sacerdocio, desarrolla “la doctrina sobre el sacerdote ministro como medianero entre Dios y hombre por la oración, siendo amigo de Dios…”[19]. Comienza, citando libremente en San Juan Crisóstomo[20], diciendo que el sacerdote es responsable de la humanidad entera por su oración. Refiriéndose a la cita de San Juan Crisóstomo dice que la oración del sacerdote necesita de una confianza absoluta:

«Palabra para espantar pues piden obligación de orar por todo el mundo universo y alcanzar bienes y apaciguar males; y ser tan grande este oficio y obligación y oración, que para cumplir con él es pequeña la confianza de Moisés y de Elías…»[21].

El sacerdote al ser mediador entre Dios y los hombres tiene por oficio la misma misión de Cristo, por tanto también debe mantener su mismo espíritu de oración, su mismo modo de orar. El Santo Maestro tomando a los Santos padres, en este caso concreto a San Agustín, afirma que el sacerdote debe orar con gemidos y con palabras:

«La divina Escritura cuenta que, andando el fuego del castigo justo de Dios quemando la gente de los reales en el desierto, tomó el sacerdote Aarón el incensario en la mano, y, estando entre los muertos y vivos incensando y orando, amansó al Señor y hizo que parase su ira (Núm 16,44-48). Mas ¡ay de nos!, que [no] tenemos don de oración con que atemos las vengadoras manos de Dios, de manera que diga: «Déjame que ejercite mi ira»; ni tal Santidad de vida para que venzamos al invencible; y aun no sé si entendemos el mesmo nombre de oración, porque, como dice San Agustín, este negocio más se hace con gemidos que con palabras; y aquel solo sabrá gemir como es menester, para que su oración tenga esta poderosa eficacia, a quien el Espíritu Santo fuere servido, por su sola Santidad y bondad, de le enseñar esta tal oración»[22].

El Santo Maestro presenta la oración sacerdotal en un contexto de intercesión ante Dios por el pecado de la humanidad. El verdadero y único intercesor ante el Padre es el mismo Cristo, por eso el orante debe unirse a los mismos sentimientos del Corazón de Jesucristo. Ese Corazón ama plenamente al Padre y ama plenamente a los hombres, por eso puede interceder. El orante, en este caso el sacerdote, debe tener los mismos sentimientos de Cristo para orar con Él y como Él, intercediendo por el universo mundo. Este “tener los mismos sentimientos de Cristo en la oración” lo expresa el Santo con el término gemido.

La simbología del gemido fue utilizada por el Maestro Ávila queriendo subrayar la interioridad entrañable que brota de la acción del Espíritu Santo en el creyente. El gemido es un don del Espíritu Santo (Rm 8, 26) que hace que surja la oración de intercesión participando del mismo sentir de Cristo. El orante siente como siente Cristo, ama como ama Cristo, sufre como sufre Cristo y por eso esta oración debe ser más con gemidos que con palabras pues brota de la sintonía del amor.

El gemido va unido a las lágrimas. Lágrimas que significan el dolor por el sufrimiento y el dominio del mal y la solidaridad del pecado desde la cuál implorar la misericordia divina[23]. Por tanto, la oración sacerdotal, la oración de intercesión es un sintonizar con el Corazón sufriente y amante de Jesús que busca llevar adelante la eficacia de la Redención en cada hombre. Se ama a Dios y se ama al hombre desde un mismo corazón: el Corazón de Cristo.

En el Tratado sobre el sacerdocio San Juan de Ávila expone además como debe ser la actitud del orante, del sacerdote, del mediador, tomando el Santo Maestro modelos y referentes del Evangelio:

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración y que sea con instancia, y compasión, llorando con los que lloran, ¿con cuánta más razón debe de hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna por los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para culpados, vida para muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles, y, en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó? Y si de aquellos sacerdotes hubiese que, como otra viuda de Naím, llorase al hijo muerto (cf. Le 7,11 ss), importunase al Señor como la cananea (cf. Mt 15,22ss), y le ofreciese devotos ruegos por el hijo endemoniado (cf. Mt 17,14ss), que unas veces lo lanza en el fuego el demonio, y otras en el agua, consolarlos hía el Señor, diciendo: No queráis llorar (cf. Lc 7,13); y darlos hía ánimas resucitadas y Sanas, como dio a las otras personas corporal salud y vida; y, por ventura, espiritual también para sus hijos»[24].

Para poder ejercer el ministerio en favor de los demás se debe vivir de la oración, pero no es cualquier oración la del intercesor. Es necesario tener una actitud concreta y una disposición del que quiere llevar adelante la obra de la Redención. Se trata de una oración cargada de lágrimas como la de la viuda de Naím, una oración perseverante, llena de confianza y de seguridad sabiendo que el Señor va a atender nuestra súplica, al igual que la Cananea. Y por supuesto una oración arrodillada, muy humilde, que suplica la misericordia y el amor al Corazón que sólo sabe amar de veras al hombre. Todas estas actitudes forjan el estilo avilista de oración entroncado en toda la tradición de la vida de la Iglesia.

 

El sacerdote: hombre de Eucaristía

Si todas las dimensiones de la vida sacerdotal, para San Juan de Ávila, exigen al sacerdote santidad, la celebración de la Eucaristía es para él la causa principal por la que el sacerdote debe ser santo.

Conforme a la doctrina de la Iglesia desde antiguo hasta nuestros días, el sacerdocio ministerial tiene su origen, vive, actúa y da frutos “de Eucaristía”. No existe sacerdocio sin eucaristía. Y no existe eucaristía sin sacerdocio. La Eucaristía, fuente y cumbre de toda la vida cristiana es centro y raíz de toda la vida del presbítero. Lo es en su celebración cotidiana, la cual, aunque no pueda haber en ella presencia de fieles, es acto de Cristo y de la Iglesia.

San Juan de Ávila entiende la Eucaristía como el lugar donde se recoge todo el misterio de Cristo. Usaba además la imagen de “retablo de las maravillas del Señor”, posiblemente derivada del Gracioso convite de Francisco de Osuna[25]. Por eso se trataba del misterio preferido, por decirlo de alguna manera, del Santo Maestro del cual le gustaba predicar de modo especialísimo.

Es la Eucaristía ese “maná escondido” que tiene la capacidad de transformar el corazón de quien la recibe.

Para el sacerdote, celebrar la Eucaristía debe provocar asombro y admiración. Se puede comer a Cristo mismo y se produce así una unión tan profunda con Él que lleva a renunciar a lo demás de la tierra y a una transformación con el amado, ya que lo que el amor despierta es desear estar desnudo para que Cristo sea la vestidura, pobre, para que Él y sólo Él sea la riqueza y cuanto más en el sacerdote, amigo del Señor:

«Porque si el que halla el tesoro abscondido en el campo vende cuanto tiene por lo comprar (Mt 13, 44), ¿qué hará quien encuentra con el dulcísimo maná abscondido  de la dulcedumbre de Dios (cf. Ap 2,17), sino, por comer de él con entrambos paladares, ayunar de todo lo demás de la tierra y decir con sus entrañas: Quid mihi est in cáelo? et a te quid volui super terram? Defecit caro mea et cor meumf Deus cordis mei, et pars mea Deus in aeternum! [¿A quién tengo yo en los cielos? ¿Y a quién fuera de ti, deseo sobre la tierra? ¡Desfallece mi carne y mi corazón! ¡Dios es la fortaleza de mi corazón y mi porción por siempre!] (Sal 72,25s). ¡Oh parte rica! ¡Oh parte que es todo, al cual, comparado todo, es como grano de mijo a la grandeza del cielo! ¿Y quién es aquel que contigo no se contenta y que no desea estar desnudo para que tú seas su vestidura, pobre para que tú seas su riqueza? Y si hicieren burla de él porque vendió cuanto tenía por comprar aquel campo (Mt 13,44), él llorará de compasión de los otros y se gozará de haber hecho tal trueco, que dejó muchas cargas para mejor seguir a Dios y compró una perla (cf. Mt 13,45s), que sola ella vale más que lo que dejó y que todo el mundo»[26].

San Juan de Ávila está convencido de que el sacerdote tiene que ser santo por ser ministro de la Eucaristía y así lo expresa muchas veces a través de sus escritos: Tratado sobre el Sacerdocio, Memoriales, Sermones y Pláticas, y de sus Cartas a los sacerdotes que se dirigen con él.

En la “Platica enviada al P. Francisco Gómez, S.I. para ser predicada en el Sínodo diocesano de Córdoba, compara el sacerdocio en el Antiguo y el Nuevo Testamento resaltando la importancia de la elección en uno y mucho más en el otro y hace que nos fijemos en la obediencia que tiene Jesucristo al sacerdote en el momento de consagrar para exhortar a los sacerdotes a tener una obediencia total al Señor. San Juan de Ávila argumenta de la siguiente forma:

«Coteje la diferencia que hay entre el sacerdote del Viejo Testamento y del Nuevo. Y, si la Escriptura cuenta por gran beneficio el elegir Dios a uno para aquél, ¿qué será para éste? Y particularmente se diga del poder que Dios dio para el consagrar, y cuan presto viene, siendo llamado; y que es mayor beneficio que lo que se cuenta de Josué, cuando hizo estar quedo el sol, como dice la Escriptura, que no hubo día tan largo, obediente Domino voci hominis (Jos 10,14). Más grande es éste y mayor obediencia, pues allí se quedó Dios donde estaba, y aquí toma ser sacramental donde no lo tenía.

¿Quién con tanta diligencia obedece a su mayor con cuanta Cristo obedece a sus sacerdotes? … ¡Oh gran lección nuestra! ¡Oh admirable ejemplo!, del cual cierto con mucha razón se puede decir: “Si ego Dominus et magíster” (Jn 13,14), y estando glorioso y en tiempo de ser servido y obedecido de santos y ángeles en el cielo (como lo ésta); si me abajo yo a obedecer con tanta presteza y tan buena gana, ¿Cuánto mas vosotros será razón que me obedezcáis a mi y a todos por mi?” ¿Quién después que ha consagrado no queda atónito, o con profunda humildad no dice al Señor, a semejanza de San Pedro y de San Juan Baptista: Tú, Señor, vienes a mi? (Lc 5,8; Mt 3,14). ¿Qué sacerdote, si profundamente considerase esta admirable obediencia que Cristo le tiene, mayor a menor, Rey a vasallo, Dios a criatura, ternía corazón para no obedecer a nuestro Señor en sus santos mandamientos y perder antes la vida, aún en la cruz, que perder su obediencia?»[27].

En la Carta 6 dirigida a un sacerdote discípulo suyo que le pedía consejo para la disposición a la celebración de la Eucaristía, el santo abre su corazón y nos muestra sin duda los sentimientos mas profundos de su corazón, que tendrían que ser los que tuvieran todos los sacerdotes:

«¡Oh señor, y qué siente una ánima cuando ve que tiene en sus manos al que tuvo nuestra Señora, elegida, enriquecida en celestiales gracias para tratar a Dios humanado, y coteja los brazos de ella y sus manos y sus ojos con los propios! ¡Qué confusión le cae! ¡Por cuan obligado se tiene con tal beneficio! ¡Cuánta cautela debe tener en guardarse todo para Aquel que tanto le honra en ponerse en sus manos y venir a ellas por las palabras de la consacración! Estas cosas, señor, no son palabras secas, no consideraciones muertas, sino saetas arrojadas del poderoso arco de Dios, que hieren y trasmudan el corazón y le hacen desear que, en acabando la misa, se fuese el hombre a considerar aquella palabra del Señor: Scitis, quid fecerim vobis? 1 (Jn 90 13,12). ¡Oh señor, y quién supiese quid fecerit nobis Dominum en esta hora!, ¡quién lo gustase en el paladar del ánima!, ¡quién tuviese balanzas no mentirosas para lo pesar!, ¡cuan bienaventurado sería en la tierra! ¡Y cómo, en acabando la misa, le es gran asco ver las criaturas y gran tormento tratar con ellas, y su descanso sería estar pensando  en quid fecerit ei Dominus, hasta otro día que tornase a decir misa! Y si alguna vez diere Dios a vuestra merced esta luz, entonces conocerá cuánta confusión y dolor debe tener cuando se llega al altar sin ella; que quien nunca lo ha sentido no sabe la miseria que tiene cuando le falta»[28].

San Juan de Ávila es un enamorado de la Eucaristía y entiende que este sacramento solo puede brotar de las manos del sacerdote, por ello pide al sacerdote santidad de vida. Una santidad que va mas allá de lo legal y que por tanto debe brotar de la experiencia de sentirse amado, elegido, consagrado para hacer presente al mismo Señor.

 

El sacerdote: Hombre de evangelización

San Juan de Ávila es ante todo un predicador al estilo más puramente evangélico. Le preocupa la reforma de la Iglesia. Y quiere introducir en el corazón de quien le escucha al mismo Jesucristo. Son distintos los acentos avilistas en la predicación. Pero antes de destacar algunos presentamos solo un botón de muestra de como eran las predicaciones del santo maestro:

«Un sermón del Mtro. Ávila era siempre un acontecimiento. Sabemos que en Granada, en sus mejores años, era mucho lo que madrugaban los fieles para tomar lugar en las iglesias. Lo mismo ocurría en Córdoba, donde desde las dos o tres de la mañana estaba ya la gente en movimiento; y a la hora del sermón eran tales las apreturas, que en cierta ocasión tuvo que ser el mismo P. Ávila, desde el púlpito, quien apelando al buen sentido, lograra poner a todos en orden…Duraban sus sermones de ordinario mas de dos horas, pero encandilaba de tal modo a sus oyentes que nadie se cansaba…»[29].

Aconsejaba el P. Ávila a sus discípulos, cuando venían a proponerle su plan de vida apostólica, “que quitasen del estudio y lo pusiesen en la oración, que en ella se aprendía la verdadera predicación y se alcanzaba más que con el estudio”[30].

Brotando de este encuentro personal con Cristo el corazón del santo maestro tiene unas características propias del verdadero evangelizador. Me limito a nombrarlas y añadir un texto avilista que la refrenda.

San Juan de Ávila predica la buena noticia del Evangelio, no se predica a sí mismo. Lo hace además con la alegría propia del apóstol. Aconseja a una discípula suya en esta Carta 44  a que reciba la alegría del Evangelio en su corazón,  ya que no habrá mal que no pueda ser vencido por ella:

«Mas si Dios encaminase a vuestra merced quien le supiese distintamente declarar qué bien es Jesucristo nuestro Señor, luego huirían de su ánima esas desconsolaciones que tanto desmayo le causan, como huía del rey Saúl el espíritu malo (1 Sam 16,23) al sonido de la música dulce del profeta David. No hay ánima que tan desconsolada esté, que la nueva alegre de quién es Jesucristo no baste a levantarla de la tristeza y desconfianza y henchirla de gozo, si de ella se quiere aprovechar. E como a tal dijo el ángel a los pastores: Anuncióos un gozo grande que terna todo el pueblo, porque os es nacido hoy el Salvador (Lc 2,10s). Y el mismo Señor dio testimonio de esto diciendo: El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió y me envió a dar buenas nuevas a los pobres, y sanar los quebrantados de corazón, y a predicar libertad a los captivos, y a dar vista a los ciegos, y a dar suelta a los quebrantados con deudas, y a predicar el año agradable del Señor (Is 61,ls)»[31]

El santo maestro es un enamorado del crucificado. Su corazón ha sido conquistado por este amor. Tan es así que para predicar el amor de Dios tiene que partir del misterio de la cruz. Así lo expresa en esta Carta 81:

«Porque, si sordos no somos, ¿qué otra cosa es la vida, [la] salud, el pan, el vino, la tierra y el cielo y todo aquello con que vivimos y nos movemos y somos (cf. Hch 17,18), sino voces que pregonan el amor que nos tienes y pides? Lo cual sentía bien Santo Augustín cuando decía: «Todas las cosas me dicen a voces que te ame» ‘., Y esto es por lo que hemos dicho, porque nos dicen que Dios nos ama. Mas porque estos  testigos son bajos, por ser criaturas, el mesmo Criador nos vino a testificar su amor con el testimonio más cierto que hay; el cual es no sólo dar, porque aquello poco duele, mas darse y padecer por nosotros, lo cual es tanto mayor señal de amor (cf. Gal 1,4; Tit 2,14), cuanto va de su persona a los dones. Y este testimonio, porque sin duda fuese de nos recebido, firmólo con su muerte, habiéndolo escripto con su sangre; que pues no se puede más por uno pasar, por muy amado que sea, que morir por él, sepan los hombres que son amados de Cristo, pues puso por nosotros lo último que se pudo poner»[32].

San Juan de Ávila es predicador de la Palabra de Dios. No reinventa o acomoda el mensaje al interés personal. Quiere ser fiel a la Iglesia, a su magisterio y a la Palabra viva que ésta custodia:

«La otra cosa es alzarse con la palabra de Dios y con el entendimiento de ella. Estos suelen mucho ensalzar la honra de la divina palabra, y es tanto su yerro, que, pensando que ellos se rigen por ella, son regidos por su proprio sentido, porque quieren entender la palabra de Dios como a ellos parece y no de otra manera; y, en fin, diciendo que la sola palabra de Cristo ha de reinar, vienen a querer que reine su proprio sentido, pues ellos quieren ser los que den el sentido a la palabra de Dios, y la hacen que quiera decir esto o aquello. ¿Qué cosa habría más mudable e incierta que la Iglesia cristiana si a cada uno que dice que tiene el sentido de la palabra de Dios hubiésemos de creer Aquello sería verdaderamente ser regida por pareceres de hombres, pues aunque haya palabra de Dios, el entendimiento es de cada hombre. Por esto el Señor, que nos di su palabra, nos dio varones santos en quien El moró, para que nos declarasen la Escriptura con el mismo espíritu que fue escripta; para lo cual ni es bastante el ingenio subtil, ni juicio asentado, ni las muchas disciplinas, ni el continuo estudio, sino la verdadera lumbre del Señor, la cual, cierto, estamos más ciertos haber morado en los santos enseñadores pasados que en los no santos de agora»[33].

El predicador es aquel que engendra hijos para Dios. En la Carta 1 que puede ser considerada un tratadito precioso sobre la paternidad espiritual, describe la actitud del predicador como padre que engendra hijos para Dios:

«Y porque de Él y de sus bienes hay comunicación con nosotros, así como nos hizo hijos siendo Él Hijo, y sacerdotes siendo Él Sacerdote, hízonos Él, siendo gracioso, graciosos; Él, amado y bendito, semejables a Él; y siendo heredero del reino del Padre, sómoslo nosotros también en Él y por Él, si estamos en gracia (cf. Rom 8,14-17); así, porque no quedase en el tesoro de su riqueza cosa de la cual no nos diese parte, teniendo Él espíritu para ganar los perdidos, compasión para ganar las ánimas enajenadas de su Criador, palabra viva y eficaz para dar vida a los que la oyeren, consoladora para los contritos de corazón, linguam eruditam, ut sciam sustentare eum qui lassus est verbo (Is 50,4), quiso poner de este espíritu y de esta lengua en algunos, para que, a gloria suya, puedan gozar de título de padres del espiritual ser, como Él es llamado, según que San Pablo osadamente afirma: Per Evangelium ego vos genui (1 Cor 4,15). Quiere el amado San Juan que veamos qualem charitatem dedit nobis Pater, ut Filii Dei nominemur, et simus (1 Jn 3,1)3 Razón es que con ella agradezcamos y seamos padres de los hijos de Dios, y por la una y la otra sea conocido Dios en ser largo y bueno sobre los hijos de los hombres»[34].

A modo de conclusión

El Santo Maestro Ávila además de ser considerado “doctor del amor divino”, podríamos denominarlo “doctor sacerdotalis”, pues su doctrina acerca del sacerdocio de Cristo y por ende del sacerdocio ministerial es abundante, profunda y de gran calado teológico y espiritual.

Cada vez que acudimos a su figura y por supuesto a su doctrina eminente, encontramos nuevas vetas de estudio sobre el sacerdocio de Cristo. Ciertamente el santo maestro nos presenta con claridad la doctrina de lo que hoy denominamos “sacerdocio común de los fieles” sabiéndolo distinguir del sacerdocio ministerial. Entiende que del sacerdocio de Cristo participa toda la Iglesia: “Nos hizo hijos, siendo Él Hijo, y sacerdotes siendo Él Sacerdote”[35]. Lo denomina “sacerdocio espiritual”:

«Una manera hay de sacerdocio espiritual, y éste conviene a chicos y grandes, casados, hombres y mujeres. Dándosele gracias al Cordero, le dicen: Fecisti nos Deo regnum et sacerdotes 2 (cf. A p 5,10). Gran merced hacernos reyes, libres y francos. L o cual declara San Pedro: Vos estis genus electum, regale, etc.: pueblo escogido, linaje real (cf. 1 Pe 2,9). 2. Otro hobo de ley de naturaleza»[36].

Todos los sacerdotes podemos aprender de la mano del santo maestro a amar con todo el corazón a Jesucristo, Sumo y eterno Sacerdote y así amar en plenitud nuestro ministerio.

Que las palabras del santo nos estimulen a luchar por la santidad con ahínco en el ministerio. Escuchemos de sus labios que significa ser sacerdote y entreguémonos a esta misión de amor:

«Esto, padres, es ser sacerdotes: que amansen a Dios cuando estuviere, ¡ay!, enojado con su pueblo; que tengan experiencia que Dios oye sus oraciones y les da lo que piden, y tengan tanta familiaridad con él; que tengan virtudes más que de hombres y pongan admiración a los que los vieren: hombres celestiales o ángeles terrenales; y aun, si pudiere ser, mejor que ellos, pues tienen oficio más alto que ellos»[37].

 

Carlos Jesús Gallardo Panadero

[1] Juan ESQUERDA BIFET, “Mensaje sacerdotal de san Juan de Ávila”, ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL, pg 53.

[2] TRATADO DEL AMOR DE DIOS, Introducción de la edición de la B.A.C. MADRID, 2001, Vol. I.

[3] SERMÓN 3, O.C. III, n 8, 52.

[4] SERMÓN 9, O.C. III, n 4, 130.

[5] TRATADO DEL AMOR DE DIOS, O.C. I, n 12, 972.

[6] Usa en Audi filia y en muchos de sus sermones, pláticas e incluso cartas el término cordero designado a Cristo, uniéndole algún adjetivo como inocente, manso… Es llamativo como lo usa en la plática 15 a las clarisas de Montilla en un contexto nupcial donde la cordera es cada monja, es en definitiva el alma: “Veamos, pues, las condiciones del Esposo. Díganoslo San Juan: Ecce agnus Dei J n 1,29). Cordero se llama, manso, humilde, obediente, sufrido. Esta es su condición, señoras, de vuestro Esposo. Pues ¿cuál ha de ser la condición de su esposa?” (Plática 15, n 7).

[7] Mª JESÚS FERNÁNDEZ CORDERO, San Juan de Ávila: tiempo, vida y espiritualidad, B.A.C. Madrid, 2017, pg 653.

[8] SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, Ed Espiritualidad, Madrid, 2009, pg 451.

[9] SERMÓN 6, n 7.  O.C. III, pg 98.

[10] TRATADO DEL AMOR DE DIOS, n 14, O.C. I pg 974.

[11] Juan José GALLEGO PALOMERO, Sacerdocio y oficio sacerdotal en San Juan de Ávila, Imprenta San Pablo, Córdoba, 1998, p. 68.

[12]  Juan José GALLEGO PALOMERO p. 98-99.

[13] TRATADO SOBRE EL SACERDOCIO, n. 1-6, O.C. I,  p. 907-912.

[14] Ibid., n. 1, p. 907.

[15] Ibid., n. 1, p. 907.

[16]  Ibid., n.2, p. 907.

[17] Ibid., n.2, p. 907.

[18] Ibid., n.2, p. 908.

[19] Juan José GALLEGO PALOMERO,  p. 99.

[20] “El que es intercesor en favor de una ciudad, ¿qué digo de una ciudad?, más aún, del mundo entero…”. SAN JUAN CRISÓSTOMO, De sacerdot. 1.6,4: MG 48, p. 680-681.

[21] TRATADO SOBRE EL SACERDOCIO, n. 7, O.C. I, p. 912.

[22] TRATADO SOBRE EL SACERDOCIO,  n 8, O.C. I.

[23] Mª JESÚS FERNÁNDEZ CORDERO,  pg 810-811.

[24] TRATADO SOBRE EL SACERDOCIO, n 11, O.C. I.

[25] Mª JESÚS FERNÁNDEZ CORDERO, pg 741.

[26] CARTA 10, OC IV, 56.

[27] Ibid., n. 2, p. 787-788.

[28] CARTA 6, O.C. IV, 43.

[29] LUIS SALAS BALUST, FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ, El Santo Maestro Juan de Ávila, Madrid-Roma, 1970, pg. 274-276.

[30] Ibid., p. 276.

[31] CARTA 44, O.C. IV, pg 225.

[32] CARTA 81, O.C, pg 338.

[33] CARTA 9, O.C. IV, pg 52.

[34] CARTA 1, O.C. IV, pg 5.

[35] CARTA 1, O.C. I, pg 5.

[36] SERMÓN 73, O.C. III, pg 993.

[37] PLÁTICA 1, n 10, O.C. I, pg 793.