Metámonos en las llagas de Cristo
Autor: Carlos Jesús Gallardo. Director Espiritual del Seminario Conciliar «San Pelagio»
La contemplación del misterio de la Pasión de Cristo es un tema muy recurrente en toda la teología avilista. El santo doctor predica, escribe, ora la Pasión de Cristo, pero es más, aconseja fervientemente a muchos de sus discípulos entrar en ella en profundidad pues allí van a encontrar una fuente inmensa de gracias[1]. En el Crucificado el santo maestro veía la fuerza de un amor que es capaz de transformar al hombre, el fuego de un amor que inflama el mundo y realiza la conquista de todos los corazones con obras de amor y paz[2].
En el Tratado del amor de Dios, percibimos como la clave para comprender la Pasión no es otra que el amor. Se trata de un misterio de amor pues Jesús “más amó que padeció”[3] y por eso san Juan de Ávila expresa de forma profundamente teológica, pero a la vez muy pastoral la intuición de que es tanto lo que supera la Pasión de Cristo al pecado del hombre que es imposible que esté en función de él. Y es que precisamente el abajamiento del Verbo no fue una decisión histórica en función del pecado, sino que se sitúa también en la eternidad de la Trinidad, en el amor del Padre y del Hijo[4]. Por esto la Pasión para el santo maestro Ávila tiene tanta carga redentora y santificadora. Se trata de la máxima expresión de amor, pero no movida por el pecado, sino que ya se encontraba en el corazón de la Trinidad, en el mismo Corazón del Padre. Y el Corazón del Padre es su propio Hijo entregado por amor y al que podemos recibir en la Eucaristía y por el que nos incorporamos al mismo Dios, a su intimidad: «El Corazón del Padre, su Hijo es; quien a su Hijo tiene, el Corazón del Padre tiene. Pónelo en aquel relicario descubierto, a que todos lo miren, tan en público como lo veis allí»[5].
Pero ¿cómo acceder a este misterio de amor manifestado en la Pasión de Cristo? San Juan de Ávila da gran valor a la contemplación de las llagas de Cristo.
En toda la tradición espiritual anterior ya se encontraba la referencia constante a las llagas de Cristo, pero san Juan de Ávila le da un carácter propio y personal. Convierte las llagas en una referencia permanente para entrar en la intimidad de Cristo en su Pasión. Por ellas se acentúa la confianza en la redención salvífica de Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. La contemplación de las llagas para el santo no son desde una perspectiva dolorista, sino desde el misterio del amor de Jesucristo, un amor que le hace darse hasta el extremo.
Vamos a acercarnos a la contemplación de las llagas de Nuestro Señor desde esta actitud con la que nos introduce san Juan de Ávila. Una actitud profundamente teológica, profundamente orante. Adentrémonos en la teología de los santos, que es teología de la experiencia. Todos los avances teológicos reales tiene su origen en el ojo del amor y en su fuerza visual, pues quien reza comienza a ver; rezar y ver dependen uno del otro[6]. Vamos a contemplar, a reflexionar, a orar… y así podremos ver el misterio del amor de Dios manifestado en Cristo.
El santo doctor, a mi modo de ver, contempla las llagas de Cristo desde seis perspectivas distintas pero al mismo tiempo complementarias. Vamos a desgranarlas para entrar así de la mano de este santo maestro en la intimidad con Cristo Crucificado-Resucitado.
No olvidemos que en definitiva, las llagas son sólo una muestra de la riqueza insondable del amor de Cristo pues como dice el santo: “Muy mayor amor le quedaba encerrado en las entrañas de lo que nos mostró acá de fuera en sus llagas”[7].
Las llagas de Cristo: lugar de nuestro refugio.
Era muy frecuente en la época de san Juan de Ávila la preocupación por la honra. La esperanza y la seguridad de la vida se ponían en la fama, en el prestigio, en las propiedades, en el apellido familiar. No dista mucho la época del santo con la nuestra en este aspecto.
Un refugio es el lugar donde encontramos seguridad ante los peligros. Incluso es lugar de descanso, de sosiego. El hombre anhela un refugio. Si observamos a los niños pequeños vemos como ante cualquier adversidad, cuando no pueden controlar una situación o se encuentran en peligro, acuden a los brazos de su padre, al regazo tierno y suave de su madre. En la jerarquía de las necesidades, el amor es el supremo agente de desarrollo de la humanidad de la persona, incluso más que la propia supervivencia física, pues ella no crea ni hace crecer al ser humano, a diferencia del amor[8]. Por eso la necesidad de un refugio es en definitiva la muestra de nuestra vulnerabilidad, la señal de que necesitamos sentirnos amados, seguros, protegidos.
La dificultad aparece cuando el amor del hombre se encuentra desordenado. Se ha puesto la seguridad en cosas externas, como apuntábamos anteriormente, y el refugio en el que descansamos es falso, ilusorio, se trata de una trampa rota.
San Juan de Ávila conoce en profundidad el corazón humano. Sabe que el hombre se engaña a sí mismo fácilmente y se deja seducir por un bien aparente en lugar de descansar en el bien real. Advierte sobre el peligro de detenernos en lo externo, en los “ruidos” de fuera en lugar de entrar en lo que verdaderamente es importante. Así lo expresa aconsejando a una discípula suya a la que alentaba en el servicio del Señor:
«No tenéis que ver con mundo; por eso romped con él, que vuestro amor dice: Confiad, que yo vencí al mundo (Jn 16,33). No miréis honra ni deshonra; mas abajad vuestra cabeza como al ruido que pasa por el tejado y meteos en las llagas de Cristo, que allí dice Él que mora su paloma, que es el ánima que en simpleza le busca»[9].
Para el proceso espiritual que nuestro santo presenta es necesario ese “no tener que ver con el mundo”. Se entiende que hace referencia a lo mundano, a todo aquello que no busca al Señor, que no lleva a Dios. La búsqueda de la honra humana e incluso la preocupación por sufrir una deshonra, separan del amor de Dios. El hombre para ser verdaderamente espiritual tiene que ser libre de ataduras y componendas humanas. No es que rechace la carne, sino que más bien rechaza el tener su seguridad y refugio en lo de fuera, en aquello que al final se pudre, se gasta, se acaba. Pone la seguridad y el descanso en las llagas del mismo Cristo.
San Juan de Ávila califica de “ruido” todo aquello que “pasa por el tejado”. Esta expresión hace referencia a las cosas del mundo que pasan y se acaban: este es el ruido que pasa por el tejado. Las seguridades o refugios humanos que parecen ser una gran fortaleza pero que finalmente se derrumban. Es esta una idea frecuente en el santo. En la Carta 4 repite esta máxima a un sacerdote que tiene por oficio la predicación. Le anima al silencio, a no dejarse engañar por estos “ruidos” de fuera:
«Tengamos la conciencia pura y nuestros ojos puestos en Dios, y esperemos su reino; que todo lo que acá se puede ofrecer es ruido que presto se pasa y ligeramente es vencido de quien vive bien y se esconde en las llagas de Cristo, pues para nuestro refugio están abiertas. Allí hallamos descanso para cuando somos de la prosperidad combatidos y de la adversidad, y ninguna cosa puede turbar a quien allí ha fijado su pensamiento»[10].
Introduce aquí un aspecto más que proporciona este refugio: descanso. Las llagas de Cristo están abiertas para proporcionar refugio y descanso a aquel que ha puesto toda su esperanza en el reino de Dios, en las cosas del cielo. San Juan de Ávila tenía subrayada en su biblia esta frase de Jesús: “Buscad el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura”. Él mismo afirmaba que confió en esta promesa del Señor y nunca le falló, nada le faltó. Y es que en definitiva el santo nos quiere enseñar a todos aquello que dijo a santa Teresa de Jesús en la carta de respuesta que la santa le envío junto con su biografía: “Jesucristo sea amor único de vuestra merced”[11]. Si Cristo es el amor único, nada podemos temer. Los ruidos de este mundo no podrán arrancarnos la paz del corazón porque nuestra seguridad, descanso y refugio es el mismo Señor y la puerta para entrar en la intimidad con Él son sus llagas.
Contemplando sus llagas descubrimos el refugio que el mismo Dios nos ha abierto para nosotros, tan necesitados de seguridad y descanso. Sus llagas, consideradas desde este punto, no son simplemente expresión de dolor, sino además son puertas abiertas para el amor y la intimidad. Las llagas de Cristo son signo y señal de la verdadera vida que nunca se acaba. Una vida que comienza en nosotros por el sacramento del Bautismo. Las llagas son antesala de la Iglesia, refugio y esperanza del pecador que encuentra en ella perdón, esperanza y redención. Así lo expresa el santo en la Carta 92 dirigida a una monja que se encontraba cercana a la muerte:
«Dé gracias a Dios muy de corazón por las mercedes que le ha hecho, así generales como particulares; y métase en las llagas de Jesucristo, que es la Iglesia, de donde la justicia no sacará a los malhechores arrepentidos; y allí descanse, y espere que por aquella sangre y muerte irá a gozar en el cielo de la vida que nunca se acaba»[12].
La Iglesia debe experimentarse a sí misma como nacida de las llagas de Cristo, principalmente de su costado traspasado. Pero al mismo tiempo tiene que considerarse refugio y descanso para los pequeños, para los pobres, para los pecadores arrepentidos que desean encontrar en ella caminos de esperanza. La Iglesia, al igual que las llagas de Cristo, está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre[13], la intimidad, la seguridad, el refugio y el descanso para el corazón humano.
Las llagas de Cristo: fuente de sanación y perdón
El hombre experimenta en lo más profundo del corazón la necesidad del perdón. Todo ser humano es consciente de su debilidad aunque en algunos momentos desee disimularla. Existe esta tendencia al mal (la concupiscencia), fruto del pecado original, que no es pecado en sí misma pero que como sabemos tiende hacia él. Y sufrimos el pecado como una enfermedad. Nos encontramos en el Evangelio con el leproso que se acerca a Él timorato; o con la hemorroisa que aprovechando el ruido generado por el gentío quiere tocar a Jesús para encontrar la sanación; o también nos encontramos con el ciego que en el camino clama al Señor suplicando la misericordia y el poder “ver”, no sólo ver con los ojos físicos, sino también con los ojos del amor, con los ojos del corazón.
En definitiva todos los relatos evangélicos de “perdón de pecados” se encuentran en estrecha conexión con las narraciones de curación[14]. Según la enseñanza constante de todos los autores espirituales, el pecado es el único mal verdadero. Es una ruptura con Dios, contra la naturaleza, contra la propia persona y su dignidad radical. Algunos autores como san Gregorio de Nisa, (citado en varias ocasiones por san Juan de Ávila) entienden el pecado como un acto contra la libertad misma[15] y por tanto como una esclavitud a las pasiones desordenadas donde el corazón se encuentra preso del propio gusto y capricho.
Por esto podemos decir que la experiencia de la misericordia es una sanación del corazón del hombre, de todos sus afectos y deseos. El perdón hace que la afectividad humana sea renovada, sea ordenada. Si el pecado incapacita para el amor, pues encierra al hombre en sí mismo y oscurece su corazón, el perdón lo llena de vida y lo vuelve a capacitar para el amor. El pecado encierra, el perdón abre. El pecado esclaviza, el perdón libera.
Pero precisamente es en la Pasión de Cristo donde nos encontramos con la victoria de la misericordia. Cristo vence donde el pecado manifiesta su violencia. En la hora de las tinieblas, el sacrificio de Cristo se convierte en la fuente d la que brotará inagotable perdón para nosotros[16].
Las llagas de Cristo son ese canal de gracia y misericordia por el que el pecador puede experimentar la sanación interior, el perdón y la paz. En un sermón de san Juan de Ávila predicado en la víspera del Corpus, encontramos esa unión entre el perdón y la sanación. Entre tocar a Cristo para alcanzar “salud”, y la experiencia del perdón que encontramos en las llagas del Cuerpo de Cristo:
« ¿Sabéis, hermanos qué es tocar al Señor para alcanzar salud de Él? Creerlo con la fe católica, conocer las propias culpas, pesarle de haberlas hecho, proponer la enmienda y la confesión, tener confianza que, por las llagas que padeció Jesucristo nuestro Señor en su cuerpo sagrado, manos y pies —que es lo postrero de su vestidura—, recibirá perdón de sus pecados y salud de sus llagas, y, saliendo a la procesión malo y enfermo, tornará justificado y con salud de su ánima»[17].
Se hace necesario para recibir el perdón, conocer las propias culpas y el peso de ellas. Proponer la enmienda y la confesión sacramental. San Juan de Ávila describe los actos del penitente. Y realizar estos actos es “tocar” a Jesús. Tocarle como le tocó la hemorroisa para alcanzar la sanación. Ella por los flujos de sangre perdía fuerza y vigor, perdía la vida física. El pecador, pierde la fuerza y la vida de la gracia, poniendo en juego su misma salvación. Pero el santo abre un camino de esperanza en las llagas de Cristo. Anima a esperar en Él, porque esas llagas son el signo más sensible del perdón que el Señor nos quiere regalar. Son la “salud” que nuestra alma necesita. Y todo está en confiar en Él, en abandonarse. La confianza en sus llagas es el camino para experimentar el perdón, según el maestro Ávila.
San Juan de Ávila entiende que el pecado provoca en nosotros una “llaga” que debe ser curada, sanada con la fuerza de la misericordia. Cuando el hombre es consciente del efecto del pecado en su vida, experimenta turbación y desconsuelo:
« Quien se siente llagado y entristecido, mire aquí, y alegrarse ha, como dice David cuando dice en el salmo: Mi ánima es turbada; por tanto, me acordé de ti, de la tierra de Jordán y Hermán y del monte Pequeño (Sal 41,7). Quien así se mira y ve tantas abominaciones, turbarse ha muy de verdad; no hallando hora bien gastada en toda su vida: Ve sus males muchos y grandes, y sus bienes pocos y flacos. ¿Qué hará sino turbarse quien delante de Juez tan estrecho tiene mala cuenta y remedio?»[18].
Pero el santo invita a la contemplación de Cristo crucificado, porque en sus llagas encuentran consuelo las del hombre pecador. Cristo asume nuestra existencia, nuestra carne, nuestro pecado, para liberar al hombre de la corrupción y muerte que éste provoca. Sus llagas son la victoria sobre el pecado y la muerte, gracias al misterio del admirable intercambio, donde Dios se hace hombre, para que el hombre se haga Dios. Desde esta perspectiva, toma muchas más fuerza en la teología avilista la frase del apóstol san Pedro: “Sus heridas nos han curado” (1 Pedro, 2,24).
En Cristo crucificado el pecador encuentra una fuente de misericordia y al mismo tiempo una escuela de santidad, pues Jesucristo nos enseña a “agradar a Dios Padre”:
«Si no sabemos lo que hemos de hacer para agradar a Dios, miremos a Cristo, y El nos enseñará en la cruz la mansedumbre, que aun con los males no maldice a quien le maldición; no se venga, aunque puede de quien mal le hace; desprecia la honra, la riqueza y el regalo; e, por obedecer la voluntad del Padre, se pone a riesgo de cruz. Quien no sabe ciencia, venga a oír a este Maestro sentado en su cátedra. Quien quiere oír buen sermón, oya a Cristo en el pulpito de la cruz, y será libre de errores, porque la Verdad, que es El, le librará (cf. Jn 8,32). Y si somos mudables y flacos en el obrar, miremos el Autor de nuestra fe (cf. Heb 12,2) cuan clavado está en la cruz de pies y manos y tan sin mover para hacernos a nosotros por su sangre firmes en el bien y perseverantes»[19].
En definitiva Cristo quiere portar las llagas para liberarnos de las nuestras alcanzándonos asi el perdón y la paz. Cristo esposo quiere sufrir las llagas por cada alma, su esposa, y convertirse así en morada eterna de amor para el pecador arrepentido:
«Estése, señora, en las llagas de su Señor, pues por sanar las de ella pasó Él aquéllas. Y si no es para pasar ella por Él otras tales, sea para agradecérselo a Él y para compadecerse con Él y llorar porque sus pecados le pusieron en aprieto tan grande. More allí, señora, no de paso, como por venta, como los que pasaban por el camino y movían sus cabezas blasfemando del Señor (cf. Mt 27,39), sino esté de reposo muy fijada par de la cruz, como [la] Virge[n] y Madre y el amado discípulo y las otras santas mujeres. Porque los que de paso se pasan por este beneficio tan grande, ni lo conocen, ni agradecen, ni les queda más que el sonido; y algunos, como son los infieles, con blasfemar de Él, porque no se paran a mirar despacio esta gran maravilla de amor. Mas el cristiano que mora aquí, dice de corazón: Esta es mi holganza en el siglo del siglo; aquí moraré, porque la escogí (Sal 131,14). Y si la esposa no está enclavada en el corazón donde su Esposo está enclavado en el cuerpo, ¿cómo escapará de nombre de desamorada y desagradecida?»[20].
Con esta consideración pasamos a la siguiente perspectiva acerca de las llagas de Cristo según la contemplación del mismo san Juan de Ávila.
Morar en las llagas de Cristo: “morar en su corazón partido por nos”.
Muy unida a la experiencia del perdón se encuentra el sentir que las llagas de Cristo son una morada para el corazón que se abandona plenamente en Él.
Para san Juan de Ávila la perseverancia en la fe y en el amor dependen de la confianza en las llagas de Cristo, en su Pasión. Morar en las llagas de Cristo expresa un vínculo personal con Jesús, un vínculo de amor. Estar lo más cerca posible, estar en Él es lo esencial en la vida cristiana. Esta confianza se convierte en un deseo fuerte de Dios y esto significa desear pertenecerle[21].
Podemos afirmar que esta perspectiva de san Juan de Ávila acerca de las llagas de Cristo como morada es la que mejor expresa la experiencia mística del santo maestro. Acudimos así al texto más destacado donde las llagas, y especialmente la llaga del costado, son el lugar donde el alma enamorada debe vivir, debe permanecer, no sólo para ir de paso, sino que debe ser su verdadera casa, su verdadero reino, su vida. Adentrémonos en la Carta 74 que es la que mejor nos introduce en el pensamiento avilino acerca de las llagas de Cristo entendidas como morada:
«Sobre todo, metámonos, y no para luego salir, más para morar, en las llagas de Cristo, y principalmente en su costado, que allí en su corazón, partido por nos, cabrá el nuestro y se calentará con la grandeza del amor suyo. Porque ¿quién, estando en el fuego, no se calentará siquiera un poquito? ¡Oh si allí morásemos, y qué bien nos iría! ¿Qué es la causa por qué tan presto nos salimos de allí? ¿Por qué no tomamos estas cinco moradas en el alto monte de la cruz, adonde Cristo se transfiguró, no en hermosura, más en fealdad, en bajeza, en deshonra? Las cuales moradas nos son otorgadas, y somos rogados con ellas, siendo negadas a Pedro las tres que pedía (cf. Mc 9,4)»[22].
Esta carta dirigida a una persona religiosa es considerada como la descripción más exacta de lo que san Juan de Ávila ha vivido sobre el misterio de Cristo, y éste crucificado[23]. Toda la carta se entreteje de una oración sincera y confiada al Señor y al mismo tiempo un animar al lector de manera ardiente al amor a Jesucristo, a vivir en una profunda intimidad con Él.
Durante el desarrollo de la carta usa la imagen del fuego. Fuego que hiere, que produce una herida, esa herida es una llaga. Si la tibieza espiritual provoca frio, el frio del desamor, el fuego por el contrario provoca amor. Cristo es quien quiere arder en amor por nosotros, para que el alma tibia pueda acercarse al leño de la cruz y encenderse en ese fuego abrasador del amor divino. Él quiere ser llagado el primero por amor para que descubriendo tan grande Amador también nosotros seamos heridos con esta dulce llaga.
«Creo que es la causa de nuestra tibieza lo que uno decía, que quien a Dios no ha gustado, ni sabe qué cosa es haber hambre ni tampoco hartura. Y así nosotros ni tenemos hambre de Él ni hartura en las criaturas; mas estamos helados, ni acá ni allá, llenos de pereza y desmayados, y sin sabor en las cosas de Dios, y proprios para causar vómito al que quiere sirvientes no tibios, más encendidos en fuego, el cual Él vino a traer a la tierra y no quiere sino que arda (cf. Lc 12,49), porque ardiese ardió El mesmo, y fue quemado en la cruz, como la vaca rufa lo era fuera de los reales (cf. Núm 19,3), para que, tomando nosotros de aquella leña de la cruz, encendiésemos fuego y nos calentásemos, y respondiésemos a tan grande Amador con algún amor, mirando cuan justa cosa es que seamos heridos con la dulce llaga del amor, pues vemos a El no sólo herido, más muerto de amor»[24].
En definitiva podemos afirmar que las llagas son señales o signos del amor. Y las llagas de Cristo, se convierten así en el refugio, en la morada de amor para el corazón que sin ese fuego divino, se enfriaría.
Teniendo en cuenta la imagen del fuego en contraposición con el frio de la tibieza y las llagas como consecuencia o signo visible de este amor, podemos entender mejor la invitación del santo. Una llamada a permanecer en las llagas de Cristo, a “meterse” en ellas. No entrar para salir, no simplemente asomarnos y admirarnos de su amor y luego marcharnos; sino entrar en lo más profundo del amor para así pertenecerle, para morar en Él y calentarnos, ardiendo así en amor divino.
San Juan de Ávila ve las cinco llagas como cinco moradas donde habitar “en el alto monte de la cruz”. En su experiencia mística aparecen unidos estos tres montes: el de la zarza ardiente de Moisés, el de la transfiguración y el de la cruz. El santo maestro entrelaza la crucifixión con la transfiguración y la glorificación, por tanto identifica al Resucitado que sigue siendo el Crucificado y que se nos presenta en la misma cruz[25].
En la tradición espiritual se ve a las llagas de Cristo como un lugar donde habitar y se interpreta esto en un sentido esponsal. Comentando el Cantar de los cantares, San Gregoria Magno había asemejado las hendiduras o los huecos de la peña del que habla Ct 2, 14, con las llagas de Cristo. Se trata de una idea que San Bernardo retoma en el Sermón 61 del Cantar de los cantares al afirmar: « ¿Dónde podrá encontrar nuestra debilidad un descanso seguro y tranquilo, sino es en las llagas del Salvador? En ellas habito con plena seguridad, porque sé que Él puede salvarme»[26].
El maestro Ávila subraya la herida del costado fundamentalmente donde nuestro corazón se puede introducir, se puede “calentar”, puede ser transformado por la “grandeza del amor suyo”. La contemplación del Corazón abierto de Cristo no es un simple símbolo abstracto para el santo maestro, ni un objeto de contemplación atemporal y estática, sino el Corazón vivo, la intención más profunda del hombre terreno, del hombre que vivió y sigue viviendo por su presencia eucarística, en medio de nosotros, en una doble relación con el Padre y con los hombres[27].
La lucha en nuestra vida espiritual consiste en definitiva en permanecer en sus llagas, en su Costado, como nuestra morada, nuestra casa. El corazón humano con facilidad se adhiere a las cosas del mundo y éstas nos hacen salir de la intimidad con Cristo. Pero no son las tareas habituales las que nos descentran, sino donde descansa nuestro corazón, en donde mora, cuando se realizan esas tareas.
Contemplar la Pasión de Cristo es la clave que el santo maestro presenta para mantener el corazón encendido en este fuego de amor. ¡Contemplemos sus llagas gloriosas! Hagamos de nuestras vidas una ofrenda permanente a su amor y acudamos sus llagas, mejor dicho vivíamos plenamente en sus llagas pues ellas son nuestra verdadera morada donde su fuego de amor nos calentará expulsando de nuestra vida toda tibieza. Porque quien vive en Él, vivirá eternamente (Cf Jn, 6: 51).
Las llagas de Cristo: armas con las que se vence el pecado.
El gran enemigo de nuestra vida es precisamente el pecado, como apuntábamos anteriormente. Y en el proceso de la vida espiritual el cristiano tiene que enfrentarse a la tentación, al mal. Pero la victoria sobre el pecado y la muerte, la justificación y la redención nos vienen por Jesucristo.
Jesús muriendo mató nuestros pecados, pero aunque la redención sea copiosa esto de nada sirve si no se aplica a cada uno en particular. Hace falta que cada uno de nosotros se prepare a recibirla y la acoja[28]. Esto quiere decir que el cristiano tiene que acogerse a la misericordia de Dios. Tiene que dejarse redimir y salvar por Él. No significa inactividad por nuestra parte sino más bien al contrario, pura receptividad a la gracia divina que nos viene precisamente por la Sagrada Humanidad de Jesucristo.
Así lo entiende el santo maestro Ávila. En un sermón del tiempo pascual nos presenta como el Verbo que es igual al Padre, asume la naturaleza humana para redimir al hombre, para salvarlo:
«El Verbo, igual con el Padre, quiso hacer romería e pasar por el mundo peregrino. Toma ropa de paño grueso, el sayal de nuestra humanidad; pasa desconocido con esta ropa, e ansí fue, pues de haberlo conocido, etc. (cf. 1 Cor 2,8), para recebir en ella las aguas e tempestades de tormentos que sobre El habían descargar; aquella lluvia de azotes e granizo de penas, avenida de golpes e heridas, injurias, todo este torbellino descargó en aquella ropa de su humanidad. Allí paró, que a lo de dentro no podía llegar; el alma en quietísima gloria e descanso estaba; porque en el holocausto de[l] patriarca Abrán fue degollado el carnero, pero Isac sano e salvo; que fue un dibujo de estotro»[29].
En la teología avilista está muy presente el pensamiento de san Pablo acerca del pecado y de la Redención en Cristo. El apóstol entiende que:
« Si por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado a través de uno solo, con cuánta más razón los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo. En resumen, lo mismo que por un solo delito resultó condena para todos, así también por un acto de justicia resultó justificación y vida para todos. Pues, así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos»[30].
Cristo al asumir nuestra carne y hacerse “peregrino”, quiso luchar contra el pecado con nuestra propia arma, “las armas de nuestra bajeza”. Con su muerte, quiso matar la misma muerte y destruir así el pecado. Encontramos esta afirmación en su obra Audi filia:
«Esta admirable hazaña de Dios, que saca atriaca de la ponzoña contra la misma ponzoña, sacando del pecado la destruición del mismo pecado, nace y tiene semejanza de otra hazaña que el Altísimo hizo, no menor, sino mayor que ésta y que todas; la cual fue la obra de su encarnación y pasión. En la cual no quiso Dios pelear con sus enemigos con armas de la grandeza de su Majestad, más tomando las armas de nuestra bajeza, vistiéndose de carne humana, que, aunque limpia de todo pecado, fue semejable a carne de pecado, pues fue subjeta a penas y muerte, lo cual el pecado metió en el mundo (Rom 8,3). Y con estas penas y muerte, que sin deberlas tomó, venció y destruyó nuestros pecados; destruidos los cuales, se destruyen penas y muerte, que entraron por ellos; como si uno pegase fuego a un tronco de un árbol con los mismos ramos del árbol, y así quemase el tronco y los ramos. ¡Cuán engrandecida, Señor, es tu gloria!»[31].
Para san Juan de Ávila, siguiendo la doctrina paulina, la Encarnación implica que Dios asume el pecado, “se hace pecado” para sufrir él las consecuencias que debería sufrir el hombre. Este misterio de la Encarnación lleva consigo el cumplimiento de la Creación, pero no podemos olvidar que es también el remedio de nuestro pecado[32]. Este “peregrino” que es el Verbo encarnado, toma el “báculo de la cruz” para luchar contra el pecado. San Juan de Ávila de una manera hermosísima toma el pasaje del primer libro de Samuel (17, 38-47) identificando al pecado y a tentación con Goliat y a Jesucristo con David. Representando esa lucha entre ambos afirma el santo doctor:
« Y ¡con cuánta razón te debemos cantar y alabar mejor que al otro David, pues sales al campo contra Goliat, que ponía en aprieto al pueblo de Dios, sin haber quien lo pudiese vencer, ni aun osase entrar en campo con él! (cf. 1 Sam 17). Mas tú, Señor, rey nuestro y honra nuestra, disimulando las armas de tu omnipotencia y vida divina, que en cuanto Dios tienes, peleaste con él; tomando en tus manos el báculo de tu cruz, y en tu santísimo cuerpo cinco piedras, que son cinco llagas, lo venciste y lo mataste. Y aunque fueron cinco las piedras, sola una bastaba para la victoria; porque, aunque menos pasaras de lo que pasaste, había merecimientos en ti para nos redemir. Mas tú, Señor, quesiste que tu redempción fuese copiosa (cf. Sal 129,7) y que sobrase, para que así fuesen confortados los flacos y encendidos los tibios, con ver el excesivo amor con que padeciste y mataste nuestros pecados, figurados en Goliat, al cual mató David, no con espada propia, que él llevase, más con la misma que el gigante tenía; por lo cual la victoria fue más gloriosa, y el enemigo más deshonrado. Mucha honra ganara el Señor si, con sus propias armas de vida y omnipotencia divina, peleara con nuestros pecados y muerte, y los deshiciera; mas mucha más ganó en vencerlos sin sacar él su espada, antes tomando la misma espada y efecto del pecado, que son penas y muerte, condenó al pecado en la carne, ofreciendo él su carne para que fuese penada y tratada como si fuera carne de pecador, siendo carne de justo y de Dios, para que por esta vía, como dice San Pablo, la justificación de la ley se compliese en nosotros, que no andamos según la carne, mas según el espíritu (Rom 8,4)»[33].
Las llagas de Cristo son consideradas en este pasaje del Audi filia, las cinco piedras que David tomó para derrotar a Goliat. Por tanto las llagas de Nuestro Señor son las mejores armas para la lucha contra el pecado y la tentación. En ellas encontramos salud y remedio paran nuestros males. Con ellas el cristiano puede fortalecerse en la batalla, no tendrá que temer aunque la tentación le parezca virulenta o gigante como Goliat.
A lo largo de los siglos los místicos han considerado las llagas como fuente de gracia y por tanto como seguridad y arma a la que acudir en la tentación. Contemplar sus manos y sus pies traspasados nos fortalece contra las tentaciones que están dirigidas al obrar. Y contemplar su costado abierto nos alcanza la victoria en las tentaciones que se dirigen al pensamiento, al deseo y al afecto. Sus cinco llagas son esas “cinco piedras” que nos harán salir victoriosos en la prueba, en la lucha diaria. Tomemos estas “piedras” y vivíamos sostenidos por el báculo de la cruz.
Las llagas de Cristo: lugar de confianza y generosidad.
Después de todos los puntos anteriormente descritos vemos como las llagas de Cristo son lugar de confianza para el alma que se abandona plenamente en el Señor. Y esta confianza despierta en los corazones generosos un deseo de correspondencia, de generosidad con quien tan generoso ha sido con nosotros.
Entrar en las llagas de Cristo es descubrir y experimentar la bondad y la misericordia divina, base de la confianza que manifiesta el pensamiento del santo maestro. De hecho para desarrollar el camino de la vocación cristiana a la santidad, parte de la experiencia de la confianza. Aunque el cristiano se pueda sentir débil, pecador, herido, caído… Cristo, el buen Pastor nos busca, nos levanta, nos sana y por eso la confianza sólo puede estar en Él, no en nosotros ni en nuestros proyectos sino en “los proyectos de su Corazón de edad en edad” (Salmo 33, 11). Esta confianza radical en el Señor que nunca nos abandona la presenta san Juan de Ávila en un sermón de Cuaresma:
« ¡Oh pastor bendito, y cómo curáis vos la ovejita coja y cansada, cómo volvéis por el cristiano que os va siguiendo y va cansando y sudando y, como puede, no deja de seguir vuestros pasos! ¡Cómo y con qué amor volvéis vos a él y tomáis a cuestas sus trabajos, y le ayudáis a pasar el camino, y le ponéis miera adonde la ha menester, c o m o buen pastor! Pues el pecador que le sigue por el mismo camino ¿mirando cuánto debe a tan buen Señor, mirando cómo le apacienta en las buenas yerbas, mirando cómo le ama y cómo por su amor pasa lo que pasa , el que no mira que nadie le mira, ésta es la oveja que sigue a Dios. Diga el mundo lo que quisiere, hable el mundo, que mundo es. Sigámosle en fe y en verdad. Vamos como ovejitas, que les van las ramas y espinas’ del monte quitando la lana, y ellas siempre van adelante. Persíganos el mundo, mofe el mundo, pida lo que quisiere, y nosotros sigamos a Jesucristo»[34].
La clave de la confianza es mirar a Jesucristo. Abandonarse enteramente en el Pastor que vela por la oveja que cae y sufre y padece. Aunque tenga esta “ovejita” muchos reclamos de pastos que no son los de su Pastor, debe permanecer con la mirada y el corazón atentos en la voz que reconoce, la voz de su Señor. La confianza radical en Cristo implica saber que estamos en sus manos, manos que fueron clavadas en la cruz por amor a todos y cada uno de nosotros. Manos llagadas que nos invitan a la generosidad y a mayor entrega. La verdadera confianza hace desaparecer el miedo, que es lo contrario a la confianza. Es humano sentir el miedo ante la adversidad o del dolor, pero de nosotros debe nacer un acto de confianza en el mismo Jesucristo que intercede por nosotros ante el Padre y es fuente de amor, consuelo y esperanza. San Juan de Ávila nos invita a desechar el temor contemplando las llagas de Cristo, las manos clavadas de nuestro Pastor:
« ¿Qué os puede atemorizar, sabiendo que todo viene de las manos que por vos se enclavaron en la cruz? ¿Por qué no miráis que sois prueba para ser examinado, para ser coronado? ¿Pensáis que sólo vos tragáis esos tragos? Oíd lo que decía David y otros muchos que han andado ese camino de Dios. Yo dije en el exceso de mi ánima: Desechado soy delante de la faz de los sus ojos (cf. Sal 30,23)»[35].
En sus manos y sus pies abiertos, en su corazón traspasado solo podremos encontrar misericordia y amor. Por ello el santo maestro no deja de invitar continuamente al alma a contemplar esas llagas benditas. Poniéndonos en ellas, desaparece el temor y crece la confianza. Porque donde mereceríamos castigo, nos encontramos de frente con el misterio del amor:
« Diréis: —Padre, ya que me lleve, castigarme ha y darme ha con ello al mejor tiempo en rostro, porque esté más seguro. — No lo creas, hermano; vete con El, que más puede su misericordia y los trabajos que El pasó por ti para agradar a Dios Padre que tus culpas para desagradallo. Mira que las manos tiene horadadas. Si temías de ponerte en sus manos duras y ásperas, no temas, que blandas y rotas las tiene por amor de ti. Mira que corona de espinas h tiene por pagar tu locura. Acostado está por pagar los deleites de tu mala carne. Pies y manos clavados, por pagar tus malas obras y pasos. Abierto tiene el corazón para curar y sanar tu hinchazón. Ni te acusará nadie teniéndote [é]l en sus manos. ¿Quién osará quitarte de ellas? Mira que dice San Pablo: ¿Quién acusará a los elegidos de Dios, si Dios es el que salva? ¿Quién será el que condene? ¿Acaso Cristo que murió por nosotros e intercede por nosotros? (cf. R o m 8,33-34). ¿Por ventura acusarte ha el que padeció por ti? Absit; antes Él ruega por ti al Padre; y no solamente es tu enseñador, más antes es tu excusador. Rogándole Él, ¿cómo le dirá de no? Recibiéndote Él, ¿cómo te desechará?»[36].
En las llagas de Cristo está puesta nuestra confianza. En ellas nos abandonamos. Y al contemplarlas brota en nosotros el deseo de corresponder. Ellas nos invitan a la generosidad. Cuando una persona se siente tan amada, el deseo que nace espontáneo del corazón es querer amar al menos de la misma manera a como se experimenta. De la verdadera confianza nace la verdadera correspondencia.
Mirando toda la vida de Cristo nos sentimos movidos a la generosidad. Sus padecimientos siempre nos interpelan. Las llagas son en definitiva el signo más elocuente de todos los trabajos que Cristo ha asumido por el hombre, por cada hombre:
« Ah, pecador! Ves a tu Señor abajado al polvo de la tierra, ¿y tú quieres subir sobre los aires? Dándole bofetadas, calla, y no te han llegado de veinte leguas, cuando resurtes. Miras a tu Dios despreciado, ¿y no te desprecias tú a ti mismo por tan gran exceso como ves en El? ¿Puede haber cosa que más te convide para trabajar que ver a tu Señor cansado, fatigado y muriendo y padeciendo mil tormentos y llagas por ti?»[37].
Por el camino de la confianza nos lleva el santo maestro al deseo de la santidad, pues la santidad no es otra cosa que corresponder a tato amor recibido de Dios. el Señor nos ha llamado, nos ha elegido para vivir en su amistad. Por esta elección de amor hemos sido de alguna manera incluidos en el misterio eterno del amor de Dios. Sintiéndonos amados, elegidos, redimidos, deseamos correr su misma suerte, vivir su misma vida. Recibiendo esta llamada y al contemplar a Cristo no nos queda otra respuesta que la nos presenta san Juan de Ávila en una de sus cartas:
« Cristo padeció por nuestro amor, padezcamos por el suyo; Cristo llevó la cruz, ayudémosela a llevar; Cristo deshonrado, no quiera ella honra; Cristo padeció dolores, vénganme a mí; Él tuvo necesidades; Él fue por mí aquí extranjero, no tenga yo en que repose mi corazón; por mí murió, sea mi vida por su amor una muerte continua»[38].
Las llagas de Cristo: señal de su peregrinación por la tierra.
Las llagas de Cristo son para nosotros signos, señales del paso de Jesucristo por la tierra. Donde precisamente más tomamos conciencia de esta verdad es en los pasajes evangélicos en los que el Resucitado se presenta ante los apóstoles y les enseña las manos y el costado. Los discípulos ya no ven sólo las señales de sufrimiento, sino que están viendo por medio de las llagas que el mismo Cristo que padeció en la cruz, ahora vive, está resucitado. Las llagas son la señal de que es el mismo, pero ya no expresan dolor, sino amor. En estos signos de su humanidad están descubriendo ahora la divinidad. Las llagas de Cristo son al mismo tiempo divinas y humanas en este momento. Son las señales más nítidas de su encarnación redentora. Los apóstoles en este momento han comprendido el símbolo y la comprensión de un símbolo supone la visión de lo que está simbolizando[39].
Cristo, como decíamos anteriormente, al hacerse carne ha querido ser peregrino, ser romero entre nosotros. El misterio de la Encarnación es en el fondo el misterio del amor de Dios, que no sólo ama a la humanidad, sino que en ella ama a cada hombre. Y precisamente la señal de esta entrega, de este amor son sus llagas. Ellas son las que nos recuerdan el paso de su presencia entre nosotros:
« Ansí como los hombres cuelgan sus estatuas en los templos que han visitado, quiso guardar este rito por estraña manera, yendo romero a la cruz. No se contentó con dejar su estatua de cera, sino propia estatua, cuerpo colgado, enclavado en la cruz. Y como suelen tomar insignias de sus romerías en testimonio de habellas andado, como los que vienen de Santiago cargados de veneras; de azebaches, de Monserrate; ciertas imagines de Guadalupe; tomó Cristo veneras aquellas llagas preciosas, quedaron señalados pies, manos e costado. Videte guia ego sum el romero (cf. Lc 24,39). De allá vengo. Veis las señales. Y el Padre en el cielo, e apóstoles en la tierra, y malos en el juicio, siempre haya[n] memoria de tan meritoria romería»[40].
San Juan de Ávila nos recuerda como los apóstoles le reconocen resucitado cuando les muestra las manos y el costado. Por eso alude en este sermón al pasaje de Lucas que narra la aparición a los discípulos. De esta consideración se desprende una verdadera enseñanza espiritual para nosotros. Solo contemplando las llagas de Cristo, entrando en este misterio, podremos descubrir de verdad la misión del Verbo encarnado entre nosotros. Sus heridas, sus llagas nos muestran al mismo tiempo la humanidad y la divinidad del Hijo de Dios. Entrar en ellas es entrar en este dinamismo de la gracia.
La lógica del Evangelio se comienza a asumir cuando la atención del cristiano se centra en las llagas de Cristo. El darse, desprenderse, donarse, entregarse, ponerse al servicio de la voluntad del Padre y de la necesidad de los hermanos se recoge en estas cinco señales de amor que son las llagas gloriosas de nuestro Señor.
Estos seis aspectos que se han destacado sobre la consideración que san Juan de Ávila tiene sobre las llagas de Cristo nos pueden ayudar a entrar en la intimidad con Señor crucificado que es el Resucitado, el viviente. La contemplación de sus llagas como refugio, perdón, morada, arma en la lucha contra la tentación, lugar de confianza, empuje para la generosidad y señal del paso amoroso de Cristo por la tierra son un estímulo para nosotros. Un estímulo a entrar en su corazón traspasado. Dentro de Él es donde tenemos que desear vivir. Así nuestros sentimientos se irán configurando con los mismos sentimientos de Cristo.
A modo de conclusión presentamos otro texto del santo doctor que nos invita al amor verdadero. A descubrir que precisamente sólo en Cristo encontramos la verdadera alegría y felicidad, pues todo lo demás pasa. Todas las cosas del mundo son pasajeras, son vanas. Si nos falta Él nada podemos hacer, nada podemos aspirar o desear pues Dios es amor y es el amor de nuestra vida:
« Si amásemos de veras a Dios olvidarnos híamos de nos; si de veras amásemos las cosas del cielo, fácilmente olvidaríamos las del suelo. De mí digo que daría de buena gana la vida por una gótica de este amor; poco dije, mas no tengo más que dar. ¿Y para qué es la vida sino para amar? Y el corazón que no ama, de este amor verdaderamente no vive, muy fuera anda. ¿Si quitaré yo el corazón, que no esté colgado de la cruz de Jesucristo y declinado a sus pies, bebiendo de aquella fuente eternal, viva fuente que el que bebe de ella una vez nunca más tornará a haber sed?»[41].
[1] En San Juan de Ávila se produce una centralidad del misterio de la Pasión de Cristo. Su meditación se basaba fundamentalmente en este misterio y así además lo aconsejaba. Cf Jesús Pulido Arriero, “Centralidad de la Pasión de Cristo en San Juan de Ávila. La meditación devotísima de la Pasión para cada día de la semana”, en San Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia. Actas del Congreso Internacional, ed. Juan Aranda Doncel, Antonio Llamas Vela (Córdoba: Diputación de Córdoba, 2013), 569.
[2] Fernández Cordero, San Juan de Ávila. Tiempo, vida y espiritualidad, 642.
[3] Tratado del amor de Dios, n 7, OC I, 962.
[4] Jesús Pulido Arriero, “Magister, remittuntur tibi peccata tua. Contemplación del amor de Dios en San Juan de Ávila”. Studia Cordubensia 11 (2018): 86.
[5] Sermón 34, n 8, OC III, 419.
[6] Joseph Ratzinger, Miremos al Traspasado, (República Argentina: Fundación San Juan, 2007), 30, 31.
[7] Tratado del amor de Dios, n 7, O.C. I, 962.
[8] Cf. Nurya Martínez-Gayol, “¡Necesitamos ternura: Hacia una teología de la ternura” en Un espacio para la ternura, ed: Nurya Martínez-Gayol (Bilbao: Descleé de Brouwer, 2006).
[9] Carta 47, O. C. IV, 242.
[10] Carta 4, O. C. IV, 30.
[11] Carta 185, O. C. IV, 627.
[12] Carta 92, O. C. IV, 392.
[13] Francisco, Evangelii Gaudium, n 47.
[14] Para mayor profundización en la reflexión teológica de esta relación entre perdón-sanación se puede acudir al Manual de teología dogmática publicado por la editorial Herder y dirigido por Theodor Schnneider.
[15] Card. Tomás Spildlík- Marko Rupnik, Teología de la evangelización desde la belleza (Madrid: B.A.C. 2013) 250.
[16] Cf. C.E.C. n 1851.
[17] Sermón 37, O. C. III, n 44, pg 506.
[18] Carta 12, O. C. IV, 92.
[19] Ibid, 94.
[20] Carta 125, O. C. IV, 459.
[21] Vladimir Soloviev, Los fundamentos espirituales de la vida (Madrid: B.A.C. 2017), 26.
[22] Carta 74. O. C. IV, 320.
[23] Fco Javier Díaz Lorite, Experiencia del amor de Dios y plenitud del hombre en san Juan de Ávila (Madrid: Campillo Nevado, 2007), 99.
[24] Carta 74, O. C. IV, 318-319.
[25] Mª Jesús Fernández Cordero, Juan de Ávila, tiempo, vida y espiritualidad, (Madrid: B.A.C. 2017), 640.
[26] Cit. en: Santa María Magdalena de Pazzi, Los cuarenta días (Madrid: Ediciones carmelitanas, 2016), 90, n 15.
[27] Ignace de la Potterie, El misterio del corazón traspasado (Madrid: BAC 2015), 56.
[28] Luis F. Ladaria, “La doctrina de la justificación en san Juan de Ávila, en El Maestro Ávila. Actas del Congreso Internacional, ed. Junta episcopal pro-Doctorado de San Juan de Ávila (Madrid: Edice, 2002), 555.
[29] Sermón 16, O. C. III, 221.
[30] Rm 5, 17-19.
[31] Audi filia, cp 22, 1; O .C. I, 584.
[32] Para profundizar en los diversos planteamientos teológicos podemos acudir a: Angelo Amato, Jesús, el Señor, (Madrid: B.A.C. 2009); En san Juan de Ávila encontramos clara influencia de la teología franciscana donde su mayor exponente en este punto es Duns Scoto, y la escuela dominica con Sto Tomás como representante, Cf. Juan Esquerda Bifet, Introducción a la doctrina de san Juan de Ávila, (Madrid: B.A.C. 2000).
[33] Audi filia, cp 22, 1; O .C. I, 584.
[34] Sermón 15, O. C. III, 210-211.
[35] Carta 20 (3), O. C. IV, 134.
[36] Sermón 19, O. C. III, 247.
[37] Sermón 8, O. C. III, 124.
[38] Carta 23, O. C. IV, 148.
[39] Card. Tomás Spildik- Marko Rupnik, El conocimiento integral, (Madrid: B.A.C. 2013), 54.
[40] Sermón 16, O. C. III, 222.
[41] Carta 201, O. C. III, 664.